La frase “yo soy mi propio dios” no es nueva. Es la versión moderna del “seréis como dioses” del Génesis. Suena poderosa, parece una afirmación de autonomía, pero es profundamente destructiva. No porque limite un poder real que tengamos, sino porque eleva el ego a un trono que no puede sostener. Ser mi propio dios significa que ya no respondo a nadie, que no hay verdad fuera de mí, que el bien y el mal se pliegan a mis deseos. Es una forma sofisticada de idolatría: no se adora a otro, se adora al yo. Pero el yo es inestable. Cambia con el hambre, con el miedo, con la aprobación ajena. ¿Cómo puede ser mi dios algo tan volátil? Esta mentalidad fabrica una libertad sin dirección. Me libero de todo, pero no me comprometo con nada. Me entrego a mi propia voluntad, pero no soy capaz de guiarla con sabiduría. Así me convierto no en dios, sino en esclavo: de mis impulsos, de mis pasiones, de mis justificaciones. Si cada quien tiene “su verdad”, entonces nadie tiene verdad. El relativismo no no...
Notas sobre pensamientos y libros